viernes, 27 de enero de 2012

Pedro Gonzálvez, el hombre lobo español

Pedro Gonzálvez¿Ha existido alguna vez realmente ese hombre lobo que tanto abunda en las historias de terror? ¿Son verídicos los casos de zoantropía, o metamorfosis fantásticas del hombre en animal?
En el castillo de Ambras, cercano a Innsbruck, en el Tirol austriaco se conservan varios lienzos que representan a un adulto y a dos niños con el rostro totalmente cubierto de pelo y una expresión feroz. Muchos los consideran ejemplares del mítico hombre lobo que tantas leyendas de miedo y tan morbosa curiosidad ha inspirado a lo largo de los siglos.
Pues bien, los protagonistas de esas pinturas vivieron en realidad. El adulto se llamaba Pedro Gonzálvez y nació hace más de cuatro siglos en el seno de una acomodada familia de las islas Canarias (en España).
Apenas alcanzada la pubertad, experimentó los síntomas de un hirsutismo atroz, una hipertricosis desmesurada que cubrió enteramente su cuerpo de vello. Esta anomalía fisiológica destrozó su vida. Todo el mundo se apartaba de él con aprensión, y hasta hubo quienes no se recataron en tildarle de "engendro del diablo", "brote del averno" y apodos análogos que causaban la vergüenza de sus familiares.
A los veinticinco años de edad, Pedro Gonzálvez, harto de sufrir humillaciones, emprendió un viaje a París donde, según decían, un reputado doctor podía combatir su tremenda desdicha. Pero el tratamiento no dio resultado alguno. Las gentes huían atemorizadas a su paso; los niños lloraban al verle y los perros le acosaban ladrando. Solamente una mujer tuvo compasión de él y, merced a su dulzura y cariño, recobró cierta confianza en sí mismo. Contrajo matrimonio con ella y durante unos meses conoció algo parecido a la felicidad.

La historia de un hombre lobo español

Pero el verdadero drama sobrevino después del nacimiento de sus dos hijos, cuando comprobó que ambos habían heredado su terrible enfermedad.
Presa de la desesperación acudió entonces a visitar al profesor Félix Plater, de Basilea, uno de los mejores especialistas en Europa. Pero todo fue en vano.
Se convirtieron en esperpentos bufonescos. Fernando II, emperador de Alemania, ordenó incluso que los inmortalizaran en los lienzos que hoy, asombrados, pueden contemplar los turistas y que acompañan este texto y que perpetuaron para toda la eternidad su terrible infortunio.

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